viernes, 19 de junio de 2009


El 18 de Julio de 1894, la afición zacatecana estaba de placemes, y con justisima razón, ya que se anunciaba para esa tarde una monumental corrida de toros en la que torearían, alternativamente, Ponciano Díaz el coloso de aquellos tiempos y José Bauzari, diestro cubano.

Desde la mañana se notaba inusitado movimiento, por todas partes se hablaba de toros, de los pueblos mas cercanos llegaban coches y diligencias atestadas de aficionados a la fiesta brava.

Entre las familias que llegaron venia Rosario Llamas, la mas bella jerezana de aquellos tiempos, huérfana y muy rica, era uno de los partidos mas codiciados, sus tíos la guardaban celosamente.

Llego la ansiada tarde. Desde muy temprano los tendidos del sol y sombra estaban pletóricos de concurrentes, solo los palcos se hallaban desocupados hasta la ultima hora.

Un sol radiante en un cielo sin nubes, verdadera tarde de toros; el publico esperaba con desbordante entusiasmo el momento en que el señor Juez de la plaza diera la señal para empezar la corrida.

La Banda del Estado amenizaba la fiesta con alegres marchas y pasodobles y el publico de sol daba la nota humorística.

Por fin sonó el clarín y apareció la cuadrilla, al frente Ponciano Díaz con terno negro oro, el capote recamado de oro y pedrería, a su lado José Bauzari con terno verde y oro. Detrás los banderilleros, picadores, mozos de estoques, etc.

Dieron la vuelta al redondel entre los vivas de la multitud, en los palcos las damas saludaban con los pañuelos; allí estaba Rosario, hermosa entre las hermosas, realzando su belleza con la blanca mantilla, en el pecho un ramo de claveles rojos como sus labios.

Al saludar Ponciano al palco de la presidencia vio a Rosario y se sintió atraído por la mágica belleza de la jerezana, que lo seguía aplaudiendo sin cesar; entonces llamando a Casimiro Medina, su mozo de estoques, le mando el capote de paseo para adorno de su palco.

Los toros eran de la ganadería de Venadero, famoso por su bravura y bella estampa, el que toco a Ponciano era un soberbio ejemplar apodado Pilongo, con una cornamenta espantosa que hubiera hecho temblar a otro que no fuera el diestro mexicano. Recibió dos buenas varas, no sin haber hecho horrible carnicería con los caballos de los picadores; los banderilleros se vieron apurados para lograr dos pares cabales al cuarteo.

Ponciano hizo algunas suertes del toreo de aquel entonces y pidiendo permiso a la autoridad se dirigió al palco de Rosario y brindo: "Por la reina de esta tarde, la mas hermosa entre las hermosas zacatecanas"…Olas de rubor en el rostro de Rosario, y de envidia en todas sus vecinas de palco.

Se dirigió al toro y después de unos pases naturales, otros redondos y otros a su modo, dirigió la espada sobre la cruz del lomo del animal que se arranco sobre Ponciano, recibiendo el estoque hasta la empuñadura.

Dianas, aplausos delirantes de la multitud, lluvia de flores, puros, sombreros y del tendido de sol muchos pesos de plata.

Rosario, pálida de emoción, se quito un anillo de brillantes y metiendo en el el ramo de claveles que tenia en el pecho lo arrojo a los pies del matador.

Al terminar la corrida, fue Casimiro Median, el mozo de estoques, a recoger el capote de Ponciano y recibió de las manos temblorosas de Rosario un medallón con el retrato de ella para el torero y una bolsa de malla con dinero para el.

No volvieron a verse; los tíos, al ver el giro que tomaban las cosas, se alarmaron y se la llevaron esa misma tarde para Jerez; en vano le rogaron varios amigos que se quedaran a la fiesta que se daba en el Casino en honor del matador; Rosario, con el espíritu ausente, se dejo llevar sin protesta alguna.

Nunca quiso casarse ni tener relaciones con alguno de sus muchos pretendientes, ni los consejos, regaños y amenazas de los tíos la decidieron a tomar estado y vivió siempre fiel al recuerdo de aquella gloriosa tarde de toros en que Ponciano Díaz, el rey de la tauromaquia del siglo XIX, rindió pleitesía a su soberana hermosura.

Ponciano tampoco se caso, sabia medir las distancias y pretender casarse con la bella y rica jerezana era como escalar el firmamento.

Cuando murió, cinco años después de haber conocido a Rosario, encontraron en su pecho el medallón con el retrato de su amor imposible, como el la llamaba.

La plaza de toros de San Pedro fue testigo de este idilio.